70 años de Concordato: la Iglesia sigue disfrutando la herencia de su histórico pacto con Franco

70 años de Concordato: la Iglesia sigue disfrutando la herencia de su histórico pacto con Franco

por | Dic 12, 2023 | DOCUMENTOS

  •  Los Acuerdos de 1976 y 1979 que rigen las relaciones con el Vaticano, una «revisión» del pacto bilateral de 1953, conservan la esencia de numerosos privilegios concedidos por la dictadura a la jerarquía católica
  •  La Iglesia mantiene un estatus fiscal y educativo emparentado con el nacionalcatólico, con las salvedades obligadas en una democracia con libertad religiosa, y alejado del que estableció la Constitución republicana
  •  Exclusivo para creyentes

El cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal Española, Juan José Omella.

Ángel Munárriz

2 de enero de 2023 21:14h

@angel_munarriz

A los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, los que hoy rigen las relaciones de España con la Iglesia, muchos los llaman «el Concordato». Es incorrecto, como llamar «Carta Magna» a la Constitución de 1978. Pero no puede decirse que sea un error sin fundamento. El análisis de la letra y la aplicación de los Acuerdos del 76-79 prueba que el Concordato de 1953, el pacto de fuego nacionalcatólico que proporcionó a Franco un colosal éxito diplomático, sigue vivo en el año de su 70º aniversario.

Una Iglesia incrustada en el Estado

Como suele ocurrir con las relaciones Iglesia-Estado, hay que mirar atrás para entender. La consustancialidad entre Iglesia católica y Estado monárquico es secular en España. La Corona y la Iglesia se fundieron en un abrazo con la Contrarreforma y el Concilio de Trento (1545) y ya rara vez se han separado. La alianza recorre siglos con un articulado implícito: el poder religioso disciplina a las masas mediante la amenaza del fuego eterno; el poder civil se erige en defensor por la fuerza de la fe verdadera. Este acuerdo global ha adoptado con el tiempo múltiples formas concretas. ¿Ejemplos? Los concordatos de 1737 y 1753. O el Estatuto de Bayona, de 1808, que decía: «La Religión Católica, Apostólica y Romana […] será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra». Ojo, esto ocurría en España 15 años después de que en Francia rodase la cabeza de Luis XVI.

Porque la historia de España ha discurrido por un carril aparte. Siglo XIX. Mientras vientos de reforma peinaban Europa, aquí el «constitucionalismo liberal» engastaba la cruz en el tuétano de una nación. Si España nace con los Reyes Católicos, la Iglesia tiene derecho sagrado a tutelar la moral de sus hijos, luego la educación es suya. El Estado, además, asume la obligación de financiar el funcionamiento. De ahí se deriva el libre acceso del clero «a las arcas, las aulas y las almas», en expresión de Ángel Luis López Villaverde en El poder de la Iglesia en la España contemporánea, donde apunta el dedo a un momento crítico: «El liberalismo español rechazó la idea de un Estado laico y prefirió continuar con la tradición regalista de controlar los asuntos eclesiásticos para conseguir una mayor estabilidad». El resultado está en los textos. La Constitutución de Cádiz dice: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica». Sus sucesoras no se alejarán de esa línea.

Por supuesto, hubo sobresaltos. Mendizábal, para empezar. Pero la posición de la Iglesia siempre ha acabado prevaleciendo. El Concordato de 1851, firmado por Pío IX e Isabel II, finiquitó los ensayos de desamortización y puso a la Iglesia en proa al triunfo en la era capitalista al permitirle adquirir propiedades sin interferencia estatal. La Carta Magna de 1876, con Cánovas del Castillo, corrigió los tímidos amagos de libertad religiosa del Sexenio Democrático. Se identifica una pauta: por cada leve oscilación pendular hacia la izquierda, se producirá una mucho mayor hacia la derecha. Aun así, era difícil imaginar la dimensión que esta dinámica de acción-reacción iba a adquirir en el siglo XX.

Democracia, Constitución, golpe, guerra, represión y Concordato

Acongojado ante la hipótesis socialista y acostumbrado al pacto con autócratas, el alto clero recibió con horror la Segunda República, cuya Constitución supuso el más ambicioso intento de apartar a la Iglesia del Estado de la historia española. El artículo 3 tenía resonancias francesas: «El Estado español no tiene religión oficial». El 26 cerraba el grifo del dinero: «El Estado, las regiones, las provincias y los municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las iglesias […]. Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero». El mismo artículo prohibía a las órdenes «ejercer la industria, el comercio o la enseñanza» y establecía su «sumisión a todas las leyes tributarias».

Para una institución acostumbrada al privilegio, estas prohibiciones –sumadas al papel «educador» que se arrogaba la República– constituían casus belli. El 18 de julio del 36 la Santa Madre sabía dónde ponerse. «La Iglesia se apresuró a apoyar el pronunciamiento y a sacralizarlo, convirtiéndolo en una Cruzada», sintetiza el historiador Francisco Moreno. Y no se quedó ahí. También incorporó a sus agentes a la espiral de delación y represión franquista.

Flores con los colores de la bandera republicana, en un acto de memoria histórica en Madrid. EP

La Iglesia no tardó en cobrarse los servicios prestados a un dictador bajo palio. La ley educativa de 1945 le devolvió las aulas. La ley hipotecaria de 1946 convirtió a los obispos en fedatarios públicos, base del negocio de las inmatriculaciones. Pero quedaba el principal regalo, la rúbrica definitiva del nacionalcatolicismo, que llegó el 27 de agosto de 1953 de mano de Domenico Tardini, secretario de Estado de la Santa Sede, Fernando María Castiella, embajador español, y Alberto Martín Artajo, ministro de Exteriores. Los tres firmaron el Concordato, demolición definitiva del ideal laico republicano.

Una catarata de favores

«La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico», dice su artículo 1, preludiando una catarata de privilegios. La garantía de fondos a la Iglesia se expresa a las claras. El Estado se compromete a «proveer» a la Iglesia de lo necesario para cubrir sus «necesidades económicas». Los eclesiásticos se aseguran «su honesta sustentación» en cualquier caso. Por supuesto, el Estado paga la construcción y el mantenimiento de templos. El Concordato reconoce a la Iglesia «plena capacidad de adquirir, poseer y administrar toda clase de bienes», pero no acompaña este estatus de deberes tributarios.

Aún más clamorosos son los privilegios en el campo educativo, entregado por entero a la Iglesia, a la que se le proporcionan las condiciones óptimas para la expansión de su imperio de primera y segunda enseñanza y universidad. Todo ello proyecta sus consecuencias hasta hoy, cuando la Iglesia tiene en la educación obligatoria y universitaria dos grandes espacios de influencia. «En todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del Dogma y de la Moral de la Iglesia Católica», añade el texto del 53.

El detonante de la legitimación del franquismo

No hubo rincón que se librase el incienso: lo simbólico, lo litúrgico, lo educativo, lo fiscal, lo patrimonial… La Iglesia arranca un botín tan fabuloso que puede sorprender que, de las dos partes, fuera el Vaticano el Estado que más remoloneó su firma. ¿Por qué? La Santa Sede arrastraba la vergüenza de sus concordatos con la Alemania nazi (Reichskonkordat) y la Italia fascista (Pactos de Letrán). Así que quien en apariencia más cedía, Franco, era quien más tuvo que presionar –a Pío XII– para la firma. Finalmente la Iglesia se dejó convencer. Y con una reverencia: la obligación de los curas –fijada en artículo VI– de elevar preces diarias por el Caudillo, quien lograba dos grandes éxitos no expresados en el texto: poner a su servicio la potencia disciplinaria y adoctrinadora de la Iglesia y salir del aislamiento. Franco «compraba un ‘privilegio’ para él muy valioso, que en el Concordato no figura: el título oficial de Estado católico respaldado por la Iglesia», escribe Alberto de la Hera en su artículo Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España.

Si el Concordato se firma un 27 de agosto, los Pactos de Madrid con EEUU se suscriben el 23 de septiembre. Es curioso: en rigor 1953 debería ser un año negro para cualquier nacionalista español. El país entrega su educación a una potencia religiosa, el Vaticano, y cede su autonomía a una militar, EEUU. En cambio, 1953 acaba siendo clave para el mito nacionalista que presenta a España como un «centinela de Occidente» siempre alerta contra el enemigo interno y externo que justifica cualquier alianza: el comunismo.

Un texto anclado en el 53, no en el 78

El acuerdo del 53 no fue derogado globalmente, sino revisado por los Acuerdos entre España y la Santa Sede de 1976 y 1979. La apariencia indicaría que la política española, movida por el deseo de homologación democrática, se desembarazó del pacto confesional del 53. La realidad es que el Concordato estaba herido desde que en 1965 se cerró el Concilio Vaticano II con una defensa de la libertad religiosa, explica la profesora de Derecho Eclesiástico de la Universidad de Córdoba Amelia Sanchís. La lógica que empuja hacia los Acuerdos no emana sólo de la transición, sino sobre todo de las complejas relaciones entre el Vaticano y España, que el 28 de julio de 1976 firman el primer Acuerdo de «revisión» –no derogación– del Concordato. Resultado de 14 años de negociación, ve la luz no sólo antes de la Constitución, sino incluso antes de la Ley para de Reforma Política. Es decir, con el franquismo vivito y coleando. Ese texto predemocrático, hoy vigente, sienta las bases para posteriores «acuerdos específicos en materias de interés común».

El rey Juan Carlos I junto al general Francisco Franco en un desfile militar de 1974. EFE

Así que el texto clave de la nueva relación Iglesia-Estado parte a su vez del Concordato y se asienta en la siguiente premisa: «La mayoría del pueblo español profesa la Religión Católica». De este acuerdo marco cuelgan los pactos temáticos de 1979, que son «sólo cronológicamente democráticos», señala Sanchís. ¿A qué se refiere? A que son unos Acuerdos firmados tal día como este martes, el 3 de enero de 1979, menos de un mes después del referéndum de la Constitución. Su hilo cronológico no pasa por el 78, sino por el 53, con el que no oculta su parentesco. A juicio de Sanchís, los Acuerdos suponen una «derogación tácita» del Concordato, pero no formal, porque la Iglesia no quería arriesgarse a «quedarse sin nada». Pesaba el recuerdo de la República, traída a la memoria por la convulsa España de la transición. «Los Acuerdos se aprobaron cuando el Concordato se había quedado ya obsoleto. Aunque jurídicamente son muy diferentes, quedan sombras de una cultura y una simbología que vienen del nacionalcatolicismo», analiza el historiador López Villaverde.

Privilegios con filtro democrático

Los Acuerdos del 79 son cuatro: asuntos jurídicos; educación; Fuerzas Armadas; y economía. Todos ellos son una «revisión» del Concordato, aunque la suma de sus artículos derogatorios pone fin a los 36 puntos del texto del 53. Obviamente, el grueso del texto franquista era insostenible con una Constitución aconfesional. Pero, eliminados los puntos incompatibles, en ningún caso hay un regreso al último marco democrático de relaciones Iglesia-Estado, es decir, la Constitución de 1931. Y es mucho lo que, cambiadas las formas del Concordato, se mantiene de su esencia.

¿Ejemplos? Múltiples y en diversos campos. El Estado garantiza la asistencia religiosa en cárceles, hospitales, orfanatos y por supuesto en el Ejército, donde se consagra la figura del Vicariato General Castrense. Y todo sale de la hucha pública. En cuanto a la enseñanza, dicen: «La educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana». Eso, impensable en el texto de 1931, sigue en el BOE en 2023. Más. El Estado garantiza el «derecho fundamental» a una educación religiosa, lo que en la práctica supondrá la obligación del erario público de financiarla. Ahí está el germen la obligatoriedad de ofrecer la asignatura de Religión y del desarrollo de la concertada, que se concretaría en 1985. Los privilegios educativos de la Iglesia son múltiples. Los planes curriculares deben incluir la Religión. La jerarquía elige los contenidos y libros de la materia. El Gobierno delega en los obispos la selección de los docentes, pero los paga el Estado, volatilizando los principios de transparencia, mérito y capacidad en el acceso al empleo público.

¿Y la financiación de la Iglesia? Pública y garantizada. El Estado «se compromete» a «colaborar» en el «adecuado sostenimiento económico» de la Iglesia. En la práctica, la sostiene. La Iglesia, por su parte, se limita «declarar» su «propósito» de autofinanciaciación, que hoy ni está ni se la espera. De nuevo la redacción es diferente a la del 53, pero el fondo es el mismo: el Estado se obliga a mantener a la Iglesia. Actualmente lo hace con unos 300 millones al año directos de las arcas públicas a la Conferencia Episcopal, que no respondió a las preguntas de infoLibre para este artículo. Pero eso hay que sumar sueldos de profesores y capellanes, mantenimiento de templos, subvenciones a entidades de la Iglesia, exenciones fiscales de todo tipo…

El resultado global es que los Acuerdos no interrumpen la histórica dependencia eclesial del dinero público. En 1974 Europa Press había publicado este titular, nunca desmentido: «La Iglesia recibe anualmente unos 6.000 millones de pesetas del Estado por diversos conceptos». No hay manera de hacer las cuentas hoy día sin concluir que esas cifras, en aplicación de los Acuerdos, han crecido. Los pactos del 79 profundizan en todos los tics de acomodamiento de la Iglesia que los sectores progresistas de la Iglesia venían denunciando desde los años 60 y que Joan Castellá-Gassol detalla en su ensayo ¿De dónde viene y a dónde va el dinero de la Iglesia española? Un testimonio da idea de cómo la Iglesia salió de la renovación de su relación con el Estado convencida de que seguía teniendo derecho a casi todo sin obligación de casi nada. «A los pocos días de entrar en el Ministerio de Educación, recibimos la visita de los obispos, que nos trajeron impresos en un papel sepia muy característico los decretos que teníamos que firmar. Así se gestionaba la educación en España en 1982», ha contado José María Maravall, que fue titular de la cartera educativa entre 1982 y 1988.

Una relación «prorrogada»

En un artículo por el 60º aniversario del Concordato, el que fuera profesor de Sociología en la Complutense José Manuel Roca describe los Acuerdos de 1979 como un reedición suavizada del texto de 1953, ya que la Iglesia mantiene privilegios como «financiarse en buena parte con fondos públicos, obtener apoyo estatal para conservar el patrimonio histórico y artístico, retener a los ciudadanos bautizados en un privado censo administrativo [por la dificultad de apostatar], realizar actividades doctrinales, comerciales y sociales (enseñanza, beneficencia, edición, catequesis y radiodifusión), prestar servicios por cuenta del Estado (en cuarteles, cárceles, hospitales) y disfrutar de un régimen […] propio de un paraíso fiscal». A su juicio, el «loable propósito» reformista de monseñor Tarancón era compatible con la «secreta intención» de conservar sus posiciones de poder.

«Los privilegios de la Iglesia en el nacionalcatolicismo del franquismo, reconocidos en el Concordato de 1953, fueron prolongados en los Acuerdos, que los adaptarían a la democracia», señala Antonio Gómez Movellán, uno de los fundadores de Europa Laica. A su juicio, la «matriz» del Concordato sigue vigente. Por eso alerta contra los discursos, presentes en parte de la izquierda, de que hay que «revisar» o «renovar» los Acuerdos. «No, no debe haber ningún acuerdo», afirma.

El papa Francisco, durante una reciente audiencia en el Vaticano. EP

Europa Laica, la organización que Gómez Movellán contribuyó a fundar, es la voz más insistente en la denuncia de que los Acuerdos hoy vigentes están empapados del espíritu del Concordato. ¿Motivos? Por ejemplo, por la aceptación de una relación bilateral asimétrica, en la que el Estado garantiza financiación y privilegio simbólico y educativo a la Iglesia sin la exigencia de contrapartidas. La asociación que ahora preside Juanjo Picó ha denunciado además que el marco actual da cobertura a anomalías como la escasez de control por parte del Estado sobre el destino del dinero público recibido por la Iglesia, del que se permite enviar parte a una empresa, la televisión Trece. La excepcionalidad del trato del Estado se extiende a ámbitos que van desde lo simbólico, con una frecuente confusión de los ámbitos religioso y civil, hasta lo fiscal, con un régimen de exenciones del que incluso el papa Francisco recela. Según AMAL, la raíz de todo ello está en los Acuerdos, que mantienen el fondo confesional de 1953.

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